sábado, 14 de febrero de 2015

La Espada






Por Laurence Sterne.
 “The Sword. Rennes” en “A Sentimental Journey through France and Italy, by Mr. Yorick”, Vol II, cap. 8. (1768).

Cuando estados e imperios declinan, les toca el turno de saber lo que son la angustia y la pobreza —mas no me detendré aquí a explicar las causas que gradualmente trajeron la ruina a la casa de d’E****, en Bretaña. El Marqués d’E**** había resistido con gran firmeza ante las circunstancias, deseando preservar y mostrar al mundo alguna reliquia de la gloria de sus antepasados —mas las indiscreciones de aquéllos habían hecho que incluso este deseo sobrepasara las fuerzas del marqués. Quedaba suficiente para cubrir las exigencias que pide el vivir en la oscuridad —pero tenía dos hijos que lo veían buscando iluminación, y el marqués pensó que la merecían. Intentó valerse de su espada, pero no pudo abrirse camino con ella, y la sola montura era tan valiosa que el simple cálculo económico forzaba su mano: no había otro recurso que el comercio.
En cualquier otra provincia de Francia excepto en Bretaña, esto significaba arrancar para siempre la raíz del pequeño árbol que su orgullo y afectos deseaban ver brotar de nuevo. Pero en Bretaña, existiendo cierta provisión para estos casos, se acogió a ella; y aprovechando una ocasión en que los poderes del estado estaban reunidos en Rennes, el marqués entró a la corte acompañado de sus dos hijos, y alegando su derecho al uso de una antigua ley del ducado,  dijo que aunque rara vez era invocada esto no la hacía menos vigente. Así diciendo, apartó su espada de su lado y dijo, Tomadla y sed fieles guardianes de ella, hasta que tiempos más venturosos me pongan en condición de reclamarla.
El oficial presidente aceptó la espada del marqués, y éste se quedó aún unos minutos más, para verla ser depositada en el archivo bajo su nombre, tras lo cual partió.
El marqués y su familia se embarcaron al día siguiente a Martinica, y tras diecinueve ó veinte años de industrioso trabajo en el comercio, y de recibir algunas herencias inesperadas de parientes lejanos,  regresaron a su hogar a reclamar y solventar sus títulos.
Fue un caso de buena fortuna —que no le pasa a ningún viajero que no sea un viajero sentimental— el que me encontrara en Rennes justo en el momento de este solemne acto: y le llamo solemne, pues así es como lo percibí. El marqués entró a la corte con toda su familia: él del brazo de su señora, su hijo mayor tomando a su hermana del brazo, y el hijo menor al lado de su madre. Dos veces el marqués llevó un pañuelo a su rostro.
—Había un silencio absoluto. Cuando el marqués estaba a seis pasos de la tribuna, dejó a la marquesa con su hijo menor y, avanzando tres pasos, hizo el reclamo de su espada. La espada le fue devuelta y, al momento de tenerla en su mano, la sacó casi completa de su funda —era el rostro brillante de ese amigo a quien un día había abandonado. La miró con atención desde la empuñadura y a todo lo largo de su cuerpo, como si comprobara que era la misma; y cuando observó una mota de herrumbre que se había formado cerca de la punta, la acercó a sus ojos mientras bajaba su cabeza. Creo haber visto una lágrima caer en el lugar exacto, y no creo engañarme con lo que siguió.
“Debo hallar”, dijo el marqués, “alguna otra forma de quitar esa mancha.” Al decir esto, regresó la espada a su funda, hizo una reverencia a quienes habían sido sus guardianes y, junto con su esposa y su hija y sus dos hijos, se retiró.
¡Ah, cómo envidié lo que el marqués sentía en ese momento!



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